El otoño del patriarca


Gabriel García Márquez

Novela que relata, a veces en primera persona, a veces en segunda o en la primera persona del plural (y llegado el momento ya no se sabe), la vida de un decrépito dictador que se pierde en la inmensidad de sus cien años de poder, con actos inverosímiles como despilfarrar los recursos públicos con regalos increibles a su amada, a quien también mandó arreglar un eclipse como muestra de amor, o utilizar a un doble para los actos públicos y privados, o lograr la canonización civil de su madre al fallar la religiosa, o lo mismo asesinando a dos mil niños que eran evidencia de un fraude, que bombardeando a sus oficiales militares por promover un golpe de estado, hasta llegar a cocinar a su compadre y servirlo a los cómplices por buscar enviarlo a un asilo de ancianos. Rodeado de múltiples embajadores que buscan expropiar las aguas territoriales a cuenta de la deuda externa (luego de haber privatizado todo lo demás), acaba como todos, con la muerte. Calificación de 10.
El otoño del patriarca

El otoño del patriarca

Aqui una lista de los peculiares nombres de los personajes en orden cronológico (espero no haber omitido alguno):
William Dampier: Capitán de barco.
Patricio Aragonés: Doble del patriarca.
Rodrigo de Aguilar: General y compadre.
Bendición Alvarado: Madre del patriarca.
Schnontner: Embajador.
Leticia Nazareno: Primero novicia, luego esposa del patriarca.
Lautaro Muñoz: Poeta, general y presidente a quien el patriarca derrocó.
Adriano Guzmán: General muerto.
Narciso López: Comandante muerto.
Jesucristo Sánchez: General muerto.
Lotario Sereno: General muerto.
Jacinto Algarabía: General muerto.
Saturno Santos: General y compadre.
Manuela Sánchez: Enamorada del patriarca.
Negro Adán, Juancito Trucupey, Elena, Papá Montero: Referencias de dónde se perdió Manuela Sánchez.
Palmerston: Embajador.
Jacinta Morales: Ciudadana que resolvía problemas del patriarca.
Juan Prieto: Ciudadano.
Matilde Peralta: Ciudadana.
Lorenza López: Ciudadana.
Dionisio Iguarán: Gallero.
Narciso Miraval: Coronel muerto.
Francisca Linero: Amante del patriarca.
Poncio Daza: Esposo de Francisca Linero.
Warren: Embajador.
Thompson: Embajador.
Evans: Embajador.
Bonivento Barboza: General insurrecto.
Zacarías: Supuesto nombre del patriarca.
Demetrio Aldous: Monseñor que investiga la posible canonización de Bendición Alvarado.
Matilde Arenales: Dueña de un loro adivinador.
Emanuel: Hijo del patriarca con Leticia Nazareno.
Rubén Darío (Félix Rubén García Sarmiento): El poeta.
Wilson: Embajador.
Mauricio y Gumaro Ponce de León: Hermanos asesinos de Leticia Nazareno y su hijo, únicos sobrevivientes.
José Ignacio Sáenz de la Barra: Vengador de la muerte de Leticia Nazareno.
Nepomuceno Estrada: Presunto asesino, degollado.
Nepomuceno Estrada de la Fuente: Presunto asesino, degollado.
Eliécer Castor: Presunto asesino, degollado.
Lídice Santiago: Presunto asesino, degollado.
Roque Pinzón (a) Jacinto El Invisible: Presunto asesino, degollado.
Natalicio Ruiz: Presunto asesino, degollado.
Lord Kóchel: Perro Doberman propiedad de José Ignacio Sáez de la Barra.
Forbes: Embajador.
Baldrich: Embajador.
Rumpelmayer: Embajador.
Streimberg: Embajador.
Setvenson: Embajador.
Charles W. Traxler: Embajador.
Baxter: Embajador.
Roxbury: Embajador.
Fischer: Embajador.
Mitchell: Embajador.
Mac Queen: Embajador.
Ewing: Embajador.
Eberhart: Embajador.
Cornelio Nepote: Cronista.
Livio Andrónico: Cronista.
Cecilio Estato: Cronista.
Kitchener: Comandante.
Macdonall: Cónsul.
Kippling: Embajador.
Marcos de León: Doctor.
Marcos Linares: Marinero.
Braulio Linares Moscote: Hhijo de Marcos Linares, conocido del general.
Delfina Moscote: Madre de Braulio Linares.
Rosendo Sacristan: Brigadier.
Nicanor: Supuesto nombre del patriarca.

Vimos abandonada en un rincón la máquina del viento, la que falsificaba cualquier fenómeno de los cuatro cuadrantes de la rosa náutica para que la gente de la casa soportara la nostalgia del mar que se fue.

Se encerraba en la oficina para decidir el destino de la patria con el comandante de las tropas de desembarco y firmaba toda clase de leyes y mandatos con la huella del pulgar, pues entonces no sabía leer ni escribir, pero cuando lo dejaron solo otra vez con su patria y su poder no volvió a emponzoñarse la sangre con la conduerma de la ley escrita sino que gobernaba de viva voz y de cuerpo presente a toda hora y en todas partes con una parsimonia rupestre pero también con una diligencia inconcebible a su edad, asediado por una muchedumbre de leprosos, ciegos y paralíticos que suplicaban de sus manos la sal de la salud, y políticos de letras y aduladores impávidos que lo proclamaban corregidor de los terremotos, los eclipses, los años bisiestos y otros errores de Dios, arrastrando por toda la casa sus grandes patas de elefante en la nieve mientras resolvía problemas de estado y asuntos domésticos con la misma simplicidad con que ordenaba que me quiten esta puerta de aquí y me la pongan allá, la quitaban, que me la vuelvan a poner, la ponían, que el reloj de la torre no diera las doce a las doce sino a las dos para que la vida pareciera más larga, se cumplía.

El no dio ninguna orden contra el suplantador sino que había pedido que lo llevaran en secreto a la casa presidencial con la cabeza metida en un talego de fique para que no fueran a confundirlo, y entonces padeció la humillación de verse a sí mismo en semejante estado de igualdad, carajo, si este hombre soy yo, dijo, porque era en realidad como si lo fuera.

Afrontaba los riesgos más tremendos del poder poniendo primeras piedras donde nunca se había de poner la segunda, cortando cintas inaugurales en tierra de enemigos y soportando tantos sueños pasados por agua y tantos suspiros reprimidos de ilusiones imposibles al coronar sin apenas tocarlas a tantas y tan efímeras e inalcanzables reinas de la belleza, pues se había conformado para siempre con el destino raso de vivir un destino que no era el suyo, aunque no lo hizo por codicia ni convicción sino porque él le cambió la vida por el empleo vitalicio de impostor oficial con un sueldo nominal de cincuenta pesos mensuales y la ventaja de vivir como un rey sin la calamidad de serlo, qué más quieres.

El único documento de identidad de un presidente derrocado debe ser el acta de defunción.

Una terraza marina donde a él le gustaba sentarse en las tardes de diciembre no tanto por el placer de jugar al dominó con aquella cáfila de mampolones sino para disfrutar de la dicha mezquina de no ser uno de ellos, para mirarse en el espejo de escarmiento de la miseria de ellos mientras él chapaleaba en la ciénaga grande la felicidad.

Y se dijo esto era, madre, esto era, se dijo, con un terrible sentimiento de alivio, viendo los globos de colores en el cielo, los globos rojos y verdes, los globos amarillos como grandes naranjas azules.

Para qué me voy a callar si lo más que puede hacer es matarme y ya me está matando, más bien aproveche ahora para verle la cara a la verdad mi general, para que sepa que nadie le ha dicho nunca lo que piensa de veras sino que todos le dicen lo que saben que usted quiere oír mientras le hacen reverencias por delante y le hacen pistola por detrás.

Carajo, no puede ser que ése soy yo, se dijo enfurecido, no es justo, carajo, se dijo, contemplando el cortejo que desfilaba en torno de su cadáver, y por un instante olvidó los propósitos turbios de la farsa y se sintió ultrajado y disminuido por la inclemencia de la muerte ante la majestad del poder, vio la vida sin él, vio con una cierta compasión cómo eran los hombres desamparados de su autoridad.

Lo que soy yo no me pienso morir más, qué carajo, que se mueran los otros.

Pero a pesar de aquellos actos de alivio su corazón aturdido no tuvo un instante de sosiego mientras no vio amarrados y escupidos en el patio del cuartel de San Jerónimo a los grupos de asalto que habían entrado a saco en la casa presidencial, los reconoció uno por uno con la memoria inapelable del rencor y los fue separando en grupos diferentes según la intensidad de la culpa, tú aquí, el que comandaba el asalto, ustedes allá, los que tiraron por el suelo a la pescadera inconsolable, ustedes aquí, los que habían sacado el cadáver del ataúd y se lo llevaron a rastras por las escaleras y los barrizales, y todos los demás de este lado.

Y entonces confesaron lo que él quería que les habían pagado cuatrocientos pesos de oro para que arrastraran el cadáver hasta el muladar del mercado, que no querían hacerlo ni por pasión ni por dinero porque no tenían nada contra él, y menor si ya estaba muerto, pero que en una reunión clandestina donde encontraron hasta dos generales del mando supremo los habían amedrentado con toda clase de amenazas y fue por eso que lo hicimos mi general, palabra de honor, y entonces él exhaló una bocanada de alivio, ordenó que les dieran de comer, que los dejaran descansar esa noche y que por la mañana se los echen a los caimanes, pobres muchachos engañados, suspiró, y regresó a la casa presidencial con el alma liberada de los cilicios de la duda, murmurando que ya lo vieron, carajo, ya lo vieron, esta gente me quiere.

Se anticipó al futuro con la ocurrencia mágica de que la vaina de este país es que a la gente le sobra demasiado tiempo para pensar, y buscando la manera de mantenerla ocupada restauró los juegos florales de marzo y los concursos anuales de reinas de la belleza, construyó el estadio de pelota más grande del Caribe e impartió a nuestro equipo la consigna de victoria o muerte, y ordenó establecer en cada provincia una escuela gratuita para enseñar a barrer cuyas alumnas fanatizadas por el estímulo presidencial siguieron barriendo las calles después de haber barrido las casas y luego las carreteras y los caminos vecinales, de manera que los montones de basura eran llevados y traídos de una provincia a la otra sin saber qué hacer con ellos en procesiones oficiales con banderas de la patria y grandes letreros de Dios guarde al purísimo que vela por la limpieza de la nación.

Lo cual nos hizo pensar que era cierta la leyenda corriente de que el plomo disparado a traición lo atravesaba sin lastimarlo, que el disparado de frente rebotaba en su cuerpo y se volvía contra el agresor, y que sólo era vulnerable a las balas de piedad disparadas por alguien que lo quisiera tanto como para morirse por él.

Él consideraba que nadie era hijo de nadie más que de su madre, y sólo de ella.

Y a quien él proclamó por decreto matriarca de la patria con el argumento simple de que madre no hay sino una, la mía.

Estoy cansada de rogarle a Dios que tumben a mi hijo, porque esto de vivir en la casa presidencial es como estar a toda hora con la luz prendida.

Si yo hubiera sabido que mi hijo iba a ser presidente de la república lo hubiera mandado a la escuela.

Estropeaba la siesta de los turpiales obligándolos a reventar para que nadie oyera su resuello sin alma de marido urgente, su desgracia de amante vestido, su llantito de perro, sus lágrimas solitarias que se iban como anocheciendo, como pudriéndose de lástima con el cacareo de las gallinas alborotadas en los dormitorios por aquellos amores de emergencia en el aire de vidrio líquido.

Un caracol gigante en cuyo interior no se escuchaba el oleaje y el viento de los mares sino la música del himno nacional.

Una patria sin héroes es una casa sin puertas.

Sabia desde siempre que contra un hombre invencible no había más armas que la amistad.

Está bien que la goces, decía, pero piensa en el futuro, que no te quiero ver pidiendo la caridad con un sombrero en la puerta de una iglesia si mañana o más tarde no lo permita Dios te quitan de la silla en que estás sentado, si al menos supieras cantar, o si fueras arzobispo, o navegante, pero tú no eres más que general, así que no sirves para nada sino para mandar.

Inspeccionó la casa una última vez, a oscuras, por si alguien se hubiera infiltrado creyéndolo dormido, iba dejando el rastro de polvo del reguero de estrellas de la espuela de oro en las albas fugaces de ráfagas verdes de las aspas de luz de las vueltas del faro.

Carajo, por qué te tengo que encontrar si no te me has perdido.

Se quedó dando vueltas en la casa con las manos en los bolsillos para que no se le pusieran por su cuenta donde no debían.

Carajo, si al menos me quitaran lo bailado que es lo que más me duele, suspiró.

Esperó sin pensar siquiera en su propio estado hasta que la madre de Manuela Sánchez lo hizo entrar en la fresca penumbra olorosa a residuos de pescado de la sala amplia y escueta de una casa dormida que era más grande por dentro que por fuera.

Escruté sin piedad los labios de murciélago, los ojos mudos que parecían mirarme desde el fondo de un estanque, el pellejo lampiño de terrones de tierra amasados con aceite de hiel que se hacía más tirante e intenso en la mano derecha del anillo del sello presidencial exhausta en la rodilla, su traje de lino escuálido como si dentro no estuviera nadie, sus enormes zapatos de muerto.

La abrumaba en silencio con aquellos regalos dementes para tratar de decirle con ellos lo que él no era capaz de decir, pues sólo sabía manifestar sus anhelos más íntimos con los símbolos visibles de su poder descomunal.

Para ver si estos alardes de poder conseguían ablandar tu conducta cortés pero invencible de no se acerque demasiado, excelencia, que ahí está mi mamá con las aldabas de mi honra, y él se ahogaba en sus anhelos, se comía la rabia, tomaba a sorbos lentos de abuelo el agua de guanábana fresca de piedad que ella le preparaba para darle de beber al sediento, soportaba la punzada del hielo en la sien para que no le descubrieran los desperfectos de la edad, para que no me quieras por lástima después de haber agotado todos los recursos para que lo quisiera por amor, lo dejaba tan sólo cuando estoy contigo que no me quedan ánimos ni para estar.

No le importaban los estorbos del gobierno, delegaba su autoridad en funcionarios menores atormentado por el recuerdo de la brasa de la mano de Manuela Sánchez en su mano, soñando con vivir de nuevo aquel instante feliz aunque se torciera el rumbo de la naturaleza y se estropeara el universo, deseándolo con tanta intensidad que terminó por suplicar a sus astrónomos que le inventaran un cometa de pirotecnia, un lucero fugaz, un dragón de candela, cualquier ingenio sideral que fuera lo bastante terrorífico para causarle un vértigo de eternidad a una mujer hermosa, pero lo único que pudieron encontrar en sus cálculos fue un eclipse total de sol para el miércoles de la semana próxima a las cuatro de la tarde mi general, y él aceptó, de acuerdo, y fue una noche tan verídica a pleno día que se encendieron las estrellas, se marchitaron las flores, las gallinas se recogieron y se sobrecogieron los animales de mejor instinto premonitorio, mientras él aspiraba el aliento crepuscular de Manuela Sánchez que se le iba volviendo nocturno a medida que la rosa languidecía en su mano por el engaño de las sombras, ahí lo tienes, reina, le dijo, es tu eclipse, pero Manuela Sánchez no contestó, no le tocó la mano, no respiraba, parecía tan irreal que él no pudo soportar el anhelo y extendió la mano en la oscuridad para tocar su mano, pero no la encontró, la buscó con la yema de los dedos en el sitio donde había estado su olor, pero tampoco la encontró, siguió buscándola con las dos manos por la casa enorme, braceando con los ojos abiertos de sonámbulo en las tinieblas, preguntándose dolorido dónde estarás Manuela Sánchez de mi desventura que te busco y no te encuentro en la noche desventurada de tu eclipse, dónde estará tu mano inclemente, dónde tu rosa, nadaba como un buzo extraviado en un estanque de aguas invisibles en cuyos aposentos encontraba flotando las langostas prehistóricas de los galvanómetros, los cangrejos de los relojes de música, los bogavantes de tus máquinas de oficios ilusorios, pero en cambio no encontraba ni el aliento de regaliz de tu respiración, y a medida que se disipaban las sombras de la noche efímera se iba encendiendo en su alma la luz de la verdad y se sintió más viejo que Dios en la penumbra del amanecer de las seis de la tarde de la casa desierta, se sintió más triste, más solo que nunca en la soledad eterna de este mundo sin ti, mi reina, perdida para siempre en el enigma del eclipse, para siempre jamás, porque nunca en el resto de los larguísimos años de su poder volvió a encontrar a Manuela Sánchez de mi perdición en el laberinto de su casa, se esfumó en la noche del eclipse mi general.

Y se durmió al instante, arrullado por los rasguños de la llovizna en los vidrios.

La patria es estar vivo, le dijo, es esto, le dijo, y abrió el puño que tenía apoyado en la mesa y le mostró en la palma de la mano esta bolita de vidrio que es algo que se tiene o no se tiene, pero que sólo el que la tiene la tiene, muchacho, esto es la patria, dijo.

Autorizó el regreso de todos los desterrados salvo los hombres de letras, por supuesto, ésos nunca, dijo, tienen fiebre en los cañones como los gallos finos cuando están emplumando de modo que no sirven para nada sino cuando sirven para algo.

Reunió al mando supremo, catorce comandantes trémulos que nunca fueron tan temibles porque nunca estuvieron tan asustados.

Antes del amanecer ordenó que metieran a los niños en una barcaza cargada de cemento, los llevaron cantando hasta los límites de las aguas territoriales, los hicieran volar con una carga de dinamita sin darles tiempo de sufrir mientras seguían cantando, y cuando los tres oficiales que ejecutaron el crimen se cuadraron frente a él con la novedad mi general de que su orden había sido cumplida, los ascendió dos grados y les impuso la medalla de la lealtad, pero luego los hizo fusilar sin honor como a delincuentes comunes porque hay órdenes que se pueden dar pero no se pueden cumplir, carajo, pobres criaturas.

Contestó que ni de vainas, que no se iba, aunque no era cuestión de irse o de no irse sino que todo está contra nosotros mi general, hasta la iglesia, pero él dijo que no, la iglesia está con el que manda, dijo.

Mientras se adelantaban los trámites para componer y embalsamar el cuerpo, hasta los menos cándidos esperábamos sin confesarlo el cumplimiento de predicciones antiguas, como que el día de su muerte el lodo de los cenagales había de regresar por sus afluentes hasta las cabeceras, que había de llover sangre, que las gallinas pondrían huevos pentagonales, y que el silencio y las tinieblas se volverían a establecer en el universo porque aquél había de ser el término de la creación.

Pero él no oía, no oía nada desde los lutos crepusculares de Leticia Nazareno cuando pensaba que a los pájaros de sus jaulas se les estaba gastando la voz de tanto cantar y les daba de comer de su propia miel de abejas para que cantaran más alto, les echaba gotas de cantorina en el pico con un gotero, les cantaba canciones de otra época, fúlgida luna del mes de enero, cantaba, pues no se daba cuenta de que no eran los pájaros que estuvieran perdiendo la fuerza de la voz sino que era él que oía cada vez menos, y una noche el zumbido de los tímpanos se rompió en pedazos, se acabó, se quedó convertido en un aire de argamasa por donde pasaban apenas los lamentos de adioses de los buques ilusorios de las tinieblas del poder, pasaban vientos imaginarios, bullarangas de pájaros interiores que acabaron por consolarlo del abismo del silencio de los pájaros de la realidad.

Habían sido inútiles las muchas y arduas diligencias oficiales para aplacar el ruido público de que la matriarca de la patria se estaba pudriendo en vida, divulgaban cédulas médicas inventadas, pero los propios estafetas de los bandos confirmaban que era cierto lo que ellos mismos desmentían.

Nadie sabía a ciencia cierta cuál era su nombre de entonces ni cuándo empezó a llamarse Bendición Alvarado que no debía de ser su nombre de origen porque no es nombre de estos rumbos sino de gente de mar.

Masticaba espuma de hiel no tanto por la rabia de la desobediencia como por la certeza de que algo grande le ocultaban si se habían atrevido a contrariar las centellas de su poder, vigilaba el aliento de quienes lo informaban porque sabía que sólo quien conociera la verdad tendría valor para mentirle, escudriñaba las intenciones secretas del alto mando para ver cuál de ellos era el traidor, tú a quien saqué de la nada, tú a quien puse a dormir en cama de oro después de haberte encontrado por los suelos, tú a quien salvé la vida, tú a quien compré por más dinero que a cualquiera, todos ustedes, hijos de mala madre, pues sólo uno de ellos podía atreverse a deshonrar un telegrama firmado con mi nombre y refrendado con el lacre del anillo de su poder, de modo que asumió el mando personal de la operación de rescate con la orden irrepetible de que en un plazo máximo de cuarentiocho horas lo encuentren vivo y me lo traen y si lo encuentran muerto me lo traen vivo y si no lo encuentran me lo traen, una orden tan inequívoca y temible que antes del plazo previsto le vinieron con la novedad mi general de que lo habían encontrado en los matorrales del precipicio con las heridas cauterizadas por las flores de oro de los frailejones, más vivo que nosotros, mi general, sano y salvo por la virtud de su madre Bendición Alvarado que una vez más daba muestras de su clemencia y su poder en la propia persona de quien había tratado de perjudicar su memoria.

Monseñor Demetrio Aldous había vislumbrado la perfidia dentro de la propia casa presidencial, había visto la codicia en la adulación y el servilismo matrero entre quienes medraban al amparo del poder, y había conocido en cambio una nueva forma de amor en las recuas de menesterosos que no esperaban nada de él porque no esperaban nada de nadie y le profesaban una devoción terrestre que se podía coger con las manos y una fidelidad sin ilusiones que ya quisiéramos nosotros para Dios.

Qué vaina, la habían echado a perder tratando de componerla.

Cómo carajo harán las mujeres para hacer las cosas como si las estuvieran inventando, cómo harán para ser tan hombres.

No habíamos conseguido de él nada más que evasivas y aplazamientos cada vez que le planteábamos la urgencia de ordenar su herencia, pues decía que pensar en el mundo después de uno mismo era algo tan cenizo como la propia muerte, qué carajo, si al fin y al cabo cuando yo me muera volverán los políticos a repartirse esta vaina como en los tiempos de los godos, ya lo verán, decía, se volverán a repartir todo entre los curas, los gringos y los ricos, y nada para los pobres, por supuesto, porque ésos estarán siempre tan jodidos que el día en que la mierda tenga algún valor los pobres nacerán sin culo, ya lo verán.

Exasperaba a la servidumbre con las órdenes encontradas de que me traigan una limonada con hielo picado que abandonaba intacta al alcance de la mano, que quitaran esa silla de ahí y la pusieran allá y la volvieran a poner otra vez en su puesto para satisfacer de esa forma minúscula los rescoldos tibios de su inmenso vicio de mandar.

Así era la patria de entonces, no teníamos ni cajones de muerto, nada, él había visto un hombre que trató de ahorcarse con una cuerda ya usada por otro ahorcado en el árbol de una plaza de pueblo y la cuerda podrida se reventó antes de tiempo y el pobre hombre se quedó agonizando en la plaza para horror de las señoras que salieron de misa, pero no murió, lo reanimaron a palos sin molestarse en averiguar quién era pues en aquella época nadie sabia quién era quién si no lo conocían en la iglesia.

Se había asomado a la ventana por casualidad en el instante preciso en que resbaló la última mula y arrastró a las demás al abismo, de modo que nadie más que él había oído el aullido de terror de la recua desbarrancada y el acorde sin término de los pianos que cayeron con ella sonando solos en el vacío, precipitándose hacia el fondo de una patria que entonces era como todo antes de él, vasta e incierta, hasta el extremo de que era imposible saber si era de noche o de día en aquella especie de crepúsculo eterno de la neblina de vapor cálido de las cañadas profundas donde se despedazaron los pianos importados de Austria.

Y ahora cantaban arrodilladas bajo el sol ardiente para celebrar la buena nueva de que habían traído a Dios en un buque mi general, de veras, lo habían traído por orden tuya, Leticia, por una ley de alcoba como tantas otras que ella expedía en secreto sin consultarlo con nadie y que él aprobaba en público para que no pareciera ante los ojos de nadie que había perdido los oráculos de su autoridad.

Tú eras lo que yo había querido que fueras la intérprete de mis más altos designios.

Escuchaban juntos el episodio diario de las novelas habladas de Santiago de Cuba que les dejaba en el alma el sentimiento de zozobra de si todavía mañana estaremos vivos para saber cómo se arregla esta desgracia.

El único consejo que le dio fue que nunca impartiera una orden si no estás seguro de que la van a cumplir, se lo hizo repetir tantas veces cuantas creyó necesarias para que el niño no olvidara nunca que el único error que no puede cometer ni una sola vez en toda su vida un hombre investido de autoridad y mando es impartir una orden que no esté seguro de que será cumplida, un consejo que era más bien de abuelo escaldado que de padre sabio.

Carajo, cómo es posible que este indio pueda escribir una cosa tan bella con la misma mano con que se limpia el culo.

Y sólo entonces se quitó los espejuelos y empezó a escrutarnos con aquellos ojos meticulosos que conocían los escondrijos de comadreja de nuestras segundas intenciones.

Recorría la casa entera buscando los frascos de miel cuyos escondites se le perdían a las pocas horas y encontraba por equivocación los pitillos de márgenes de memoriales que él escribía en otra época para no olvidar nada cuando ya no pudiera acordarse de nada.

Que se lleven esos zapatos, esas llaves, todo cuanto pudiera evocar la imagen de sus muertos, que pusieran todo lo que fue de ellos dentro del dormitorio de sus siestas desaforadas y tapiaran las puertas y las ventanas con la orden final de no entrar en ese cuarto ni por orden mía, carajo.

Era el hombre más valiente que habían visto mis ojos, madre, tenía una paciencia sin esquinas, sabía todo, conocía setenta y dos maneras de preparar el café, distinguía el sexo de los mariscos, sabía leer música y escritura para ciegos, se quedaba mirándome a los ojos, sin hablar.

Usted no es el gobierno, general, usted es el poder.

Y andamos por la calle como fugitivos en siete automóviles iguales que cambiaban de lugar adelantándose unos a otros en el camino de modo que ni yo mismo sé en cuál es el que voy, qué carajo.

Nos queda mucho tiempo para pensar sin que nadie nos estorbe dónde carajo estaba la verdad en aquel tremedal de verdades contradictorias que parecían menos ciertas que si fueran mentira.

El miedo a la muerte es el rescoldo de la felicidad.

Había creído en el progreso dentro del orden porque entonces no tenía más contactos con la vida real que la lectura del periódico del gobierno que imprimían sólo para usted mi general, una edición completa de una sola copia con las noticias que a usted le gustaba leer, con el servicio gráfico que usted esperaba encontrar, con los anuncios de propaganda que lo hicieron soñar con un mundo distinto del que le habían prestado para la siesta.

La gente tendrá más miedo cuanto menos entienda.

Era indispensable una protección más rígida, por lo menos una unidad de rifleros mi general, pero él se había empecinado en que nadie tiene necesidad ni ganas de matarme, ustedes son los únicos, mis ministros inútiles, mis comandantes ociosos, sólo que no se atreven ni se atreverán a matarme nunca porque saben que después tendrán que matarse los unos a los otros.

Pero él no la escuchaba, abatido por las primeras malvas del amanecer que iluminaban en carne viva el lado oculto de la verdad.

Los largos años del poder no traen dos días iguales.

No me diga la verdad, licenciado, que corre el riesgo de que se la crea.

Ni le servían de nada los papelitos enrollados que con tan buen espíritu y tanto esmero había escondido en los resquicios de las paredes porque había terminado por olvidar qué era lo que debía recordar, los encontraba por casualidad en los escondites de la miel de abeja y había leído alguna vez que el 7 de abril cumple años el doctor Marcos de León, hay que mandarle un tigre de regalo, había leído, escrito de su puño y letra, sin la menor idea de quién era, sintiendo que no había un castigo más humillante ni menos merecido para un hombre que la traición de su propio cuerpo.

Lo habían tratado tan mal que si no era un enemigo ya lo es.

No quería ver a nadie, madre, para que nadie descubriera que a pesar de la vigilancia minuciosa de su propia conducta, a pesar de sus ínfulas de no arrastrar los pies planos que al fin y al cabo había arrastrado desde siempre, a pesar del pudor de sus años se sentía al borde del abismo de pena de los últimos dictadores en desgracia que él mantenía más presos que protegidos en la casa de los acantilados para que no contaminaran al mundo con la peste de su indignidad.

Y sólo cuando la vio de cuerpo entero comprendió que lo hubiera llamado Nicanor Nicanor que es el nombre con que la muerte nos conoce a todos los hombres en el instante de morir.

No se vive, qué carajo, se sobrevive, se aprende demasiado tarde que hasta las vidas más dilatadas y útiles no alcanzan para nada más que para aprender a vivir.

La mentira es más cómoda que la duda, más útil que el amor, más perdurable que la verdad.

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