Crónica de una muerte anunciada.


Gabriel García Márquez.

Estupenda crónica que narra en primera persona lo que sucede alrededor de una muerte que todos saben que va a suceder, excepto el asesinado. Y la gran paradoja es, que como todo mundo sabe que matarán a Santiago Nasar por asuntos de honor, nadie se encarga de avisarle porque… lo dan como un hecho; y la narración de la muerte en sí es genial. Calificación de 10.
Crónica de una muerte anunciada

Crónica de una muerte anunciada

Otra cosa interesante son los nombres de los personajes; unos dicen que el Gabo los saca del directorio otros que de los cementerios, pero para el caso de ésta crónica son interesantes. He aquí la lista y el papel que desempeñan. Espero que no se me pase alguno:
Santiago Nasar, el asesinado.
Plácida Linero, su madre.
María Alejandrina Cervantes, amante del autor y del asesinado, dueña de ‘la casa de misericordias’.
Ibrahim Nasar, su padre.
Victoria Guzmán, su cocinera y amante de Ibrahim Nasar.
Divina flor, hija de Victoria Guzmán.
Clotilde Armenta, dueña de la lechería, a un lado de la Iglesia donde esperaron los gemelos a Santiago.
Pedro y Pablo Vicario, gemelos asesinos.
Margot, hermana del autor.
Carmen Amador, el padre del pueblo.
Cristo (Cristóbal) Bedoya, amigo de Santiago y el autor.
Flora Miguel, prometida de Santiago.
Lázaro Aponte, coronel retirado y alcalde municipal.
Ángela Vicario, la ‘esposa’ mancillada.
Luisa Santiaga, madre del autor.
Pura (Purísima del Carmen) Vicario, madre de la novia.
Jaime, hermano del autor.
Bayardo San Román, el novio afrentado.
Magdalena Oliver, compañera de viaje de Bayardo cuando llegó al pueblo.
Poncio Vicario, padre de la novia.
Mercedes Barcha, esposa del autor.
Alberta Simonds, madre de Bayardo.
Petronio San Román, padre de Bayardo.
Aureliano Buendía.. sin comentarios.
Gerineldo Márquez… sin comentarios.
Viudo de Xius, dueño de la casa que compró Bayardo para vivir con Angela.
Dionisio Iguarán, el doctor del pueblo y primo hermano de la madre del autor.
Luis Enrique, hermano del autor.
Faustino Santos, carnicero, amigo del autor.
Leandro Pornoy, agente de policía, de los primeros que vieron a los gemelos en la tienda de Clotilde.
Rogelio de la Flor, marido de Clotilde Armenta.
Hortensia Baute, la primera que lloró por Santiago.
Prudencia Cotes, novia de Pablo Vicario.
Suseme Abdala, matrona de la colonia de árabes, de donde venía Santiago.
Yolanda de Xius, esposa del viudo de Xius.
Aura Villeros, comadrona.
Meme Loaiza, vió a Cristo y Santiago antes de la muerte.
Polo Carrillo, dueño de la planta eléctrica.
Fausta López, esposa de Polo Carrillo.
Indalecio Pardo, amigo de Santiago, iba a prevenirlo por órden de Clotilde Armenta.
Escolástica Cisneros, vió pasar a Cristo y Santiago rumbo a la plaza.
Sara Noriega, abrió su tienda de zapatos justo cuando ellos pasaban.
Celeste Dangond, invitó a Santiago a tomar café para ganar tiempo.
Yamil Shaium, de los últimos árabes originales, habló con Cristo en lugar de Santiago para prevenirlo.
Próspera Arango, cachaca quien pidió a Cristo que revisara a su padre moribundo; le quito 7 valiosos minutos cuando iba a avisarle a Santiago.
Nahir Miguel, padre de Flora, novia de Santiago.
Poncho Lanao, vecino de Santiago.
Argénida Lanao, hija de Poncho.
Wenefrida Márquez, tía del autor.
Autor, primo de los Vicario.

Entonces le contó. «Pero fue como si ya lo supiera -me dijo-. Fue lo mismo de siempre, que uno empieza a contarle algo, y antes de que el cuento llegue a la mitad ya ella sabe cómo termina».

Mi padre, que había oído todo desde la cama, apareció en piyama en el comedor y le preguntó alarmado para dónde iba. -A prevenir a mi comadre Plácida -contestó ella-. No es justo que todo el mundo sepa que le van a matar al hijo, y que ella sea la única que no lo sabe. -Tenemos tantos vínculos con ella como con los Vicario -dijo mi padre. -Hay que estar siempre de parte del muerto -dijo ella.

Tenía una manera de hablar que más bien le servía para ocultar que para decir.

Lo único que le rogaba a Dios es que me diera valor para matarme -me dijo Ángela Vicario-. Pero no me lo dio.

Se había dormido a fondo cuando tocaron a la puerta. «Fueron tres toques muy despacio -le contó a mi madre-, pero tenían esa cosa rara de las malas noticias

Ave María Purísima -dijo aterrada-. Contesten si todavía son de este mundo.

Sin embargo, la realidad parecía ser que los hermanos Vicario no hicieron nada de lo que convenía para matar a Santiago Nasar de inmediato y sin espectáculo público, sino que hicieron mucho más de lo que era imaginable para que alguien les impidiera matarlo, y no lo consiguieron.

Parecían dos niños, me dijo. Y esa reflexión la asustó, pues siempre había pensado que sólo los niños son capaces de todo.

Clotilde Armenta sufrió una desilusión más con la ligereza del alcalde, pues pensaba que debía arrestar a los gemelos hasta esclarecer la verdad. El coronel Aponte le mostró los cuchillos como un argumento final. -Ya no tienen con que matar a nadie- dijo. -No es por eso- dijo Clotilde Armenta. Espara librar a esos pobres muchachos del horrible compromiso que les ha caído encima.

Fue ella quien arrasó con la virginidad de mi generación. Nos enseñó mucho más de lo que debíamos aprender, pero nos enseñó sobre todo que ningún lugar de la vida es más triste que una cama vacía.

Desde entonces siguieron vinculados por un afecto serio, pero sin el desorden del amor.

Llevaban tres noches sin dormir, pero no podían descansar, porque tan pronto como empezaban a dormirse volvían a cometer el crimen. Ya casi viejo, tratando de explicarme su estado de aquel día interminable, Pablo Vicario me dijo sin ningún esfuerzo: Era como estar despierto dos veces. Esa frase me hizo pensar que lo más insoportable para ellos en el calabozo debió haber sido la lucidez.

Así que forzaron una puerta lateral y recorrieron los cuartos iluminados por los rescoldos del eclipse. Las cosas parecía debajo del agua, me contó el alcalde.

Antes de pisar tierra firme se quitaron los zapatos y atravesaron las calles hasta la colina caminando descalzas en el polvo ardiente del medio día, arrancándose mechones de raíz y llorando con gritos tan desgarradores que parecían de júbilo. Yo las ví pasar desde el balcón de Magdalena Oliver, y recuerdo haber pensado que un desconsuelo como ése sólo podía fingirse para ocultar vergüenzas mayores.

Durante años no pudimos hablar de otra cosa. Nuestra conducta diaria, dominada hasta entonces por tantos hábitos lineales, había empezado a girar de golpe en torno de una misma ansiedad común. Nos sorprendían los gallos del amanecer tratando de ordenar las numerosas casualidades encadenadas que habían hecho posible el absurdo, y era evidente que no lo hacíamos por un anhelo de esclarecer misterios, sino porque ninguno de nosotros podía seguir viviendo sin saber con exactitud cuál era el sitio y la misión que le había asignado la fatalidad.

Sobre todo, nunca le pareció legítimo que la vida se sirviera de tantas casualidades prohibidas a la literatura, para que se cumpliera sin tropiezos una muerte tan anunciada.

La fatalidad nos hace invisibles.

Mi tía Wenefrida Márquez estaba desescamando un sábalo en el patio de su casa al otro lado del río, y lo vio descender las escalinatas del muelle antiguo buscando con paso firme el rubo de su casa. -¡Santiago, hijo -le gritó-, qué te pasa! Santiago Nasar la reconoció. -Que me mataron niña Wene -dijo.

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